Con los años lejos de ser el anciano respetable y bondadoso que yo me esperaba, me he convertido en un viejo resentido y antipático, pero no me importa porque ya puedo opinar lo que me apetece.
Recuerdo 1: Becario del Plan de Desarrollo
“El objetivo del becario es dejar de serlo cuanto antes” Ramón Díaz Orejas
Pseudomonas putida es una bacteria que se lo come todo, sería un crack si no fuese porque a partir de los 37 grados se le da muy mal vivir, es decir que si pudiese infectarnos no le gustaría que tuviéramos fiebre. A lo mejor eso contibuye a que no sea patógena, no como su prima Pseudomonas aeruginosa, que al tolerar perfectamente temperaturas más altas es un auténtico problema cuando se aventura a infectar a personas debilitadas. Cuando era estudiante en la universidad, en esa benigna ingenuidad que da la falta de experienica creía yo que el trabajo del científico era pensar mucho, pero que mucho tiempo para elaborar una teoría magnífica, la madre de todas las ideas. Y que tras mucho discurrir diseñaba “el experimento con mayúsculas” que validaría su teoría. Tras muchos años ese científico ideal publicaba un resultado que revolucionaba la Biología para siempre. Gracias a una bacteria, Pseudomonas putida, objeto de mi trabajo de tesis en el Centro de Investigaciones Biológicas, el CIB, esa ingenuidad se me hizo menos benigna.
Principio de los setenta
La investigación se hacía en el CIB con bastante austeridad económica pero con cierto entusiasmo. En la cuarta planta en concreto coincidían en ese tiempo, principio de los setenta, varios investigadores recién regresados de América e Inglaterra. En sus grupos hacían la tesis un buen número de estudiantes de doctorado que en su conjunto fueron importantes investigadores de la biología española al acabar el siglo pasado y al inicio del presente. Nunca ha sido fácil ser becario y tampoco lo era entonces. La beca, diez mil pesetas al mes (poco más de 60 Euros) la pagaban cada tres meses en el Ministerio de Educación Nacional, una pomposa ventanilla en un gran salón del edificio de la calle de Alcalá, se perdía medio día para cobrarla. Ni seguro médico, ni pensión ni nada, el becario tenía pocos más derechos que un estudiante de parvulario.
La cafetería
Uno de los lugares más importantes del CIB era la cafetería. Servía todas las comidas, salvo la cena, era un lugar de encuentro, discusión y hasta de refugio. El sitio perfecto para cambiar impresiones y jugarse el café a los chinos. El centro albergaba investigadores que trabajaban en temas tan diversos como la genética molecular y la taxonomía de los mohos. ¿Una multidisciplinaridad estupenda, o una heterogeneidad peligrosa? Para un mismo tema la diferencia entre una y otra depende a veces de si el evaluador quiere favorecer o perjudicar al investigador. Las sobremesas del café y las meriendas servían para que becarios, investigadores y técnicos charlasen unos con otros, en un ambiente menos formal que los laboratorios o la sala de seminarios. Yo diría que al dejar de servir cafés, desayunos y meriendas, se perdió la interacción de quienes trabajaban en distintos temas y el clima científico y personal del CIB no volvió a ser el mismo.
El Contestatario
La imagen de los viejos autoclaves es una mezcla entre compuerta de submarino y estufa de carbón, por lo que a nadie extraña que ocupen lugares recónditos. Un poco siniestro era el cuartito sin ventanas, alicatado hasta el techo, en un rincón de la torre de la cuarta planta donde en el CIB habían desterrado al autoclave. Un día de otoño apareció allí un periódico mural, escrito con rotulador, “El Contestatario”. Si hubieran existido teléfonos con cámaras, las imágenes hubieran quizás permanecido para la posteridad, pero al no ser así las reivindicaciones del periódico solo se quedaron en la memoria. De todos menos de quienes fueron mas tarde responsables de la gestión y de la política de investigación, que al ignorarlas por largo tiempo las hicieron pervivir hasta el siglo veintiuno. Los autores de El Contestatario pedían, exigían que se decía en esos años, contratos en lugar de becas y derechos sociales, algo en apariencia sencillo: pensión de jubilación, seguro médico.
Desalojo y paro
No era fácil protestar al principio de los setenta, en el país había mucho miedo y bastante represión. Llegó un día en el que los becarios se atrevieron a no seguir la corriente, se encerraron en los laboratorios reclamando el contrato y los derechos que no tenían y llamaron a los periódicos. Los grises, como siempre con nocturnidad en ese tipo de operativas, aparecieron al iniciarse la segunda noche y desalojaron el centro. La rigurosa lógica del científico en formación es que si te echan de un sitio es porque no te quieren, así que nos fuimos a casa y no volvimos.
En esos días es cuando aprendí que lo de pensar y esperar a redondear una espectacular teoría no debía ser más que un desvarío juvenil. Los directores de tesis, en lenguaje de becario “los señoritos”, al faltar el flujo de datos experimentales proporcionados por el trabajo de los becarios empezaron a ponerse nerviosos, parece que había prisa. De una u otra manera, porque estar sin hacer nada es además bastante aburrido, se volvió al trabajo al cabo de unos días. Eso sí con una vaga promesa de un plan para convertir las becas en contratos, plan que nunca se puso en marcha por falta de presupuesto, una razón que aún hoy vale para denegar cualquier cosa, hasta las más razonables. De esos momentos de protesta me quedó el recuerdo de una periodista que nos hacía algo de caso, era María Antonia Iglesias. Nos recibió a unos pocos becarios en el diario Informaciones, un periódico que al final del franquismo se clasificaba como disidente. Nunca la volví a ver, salvo como tertuliana de la televisión peleándose con algún vetusto reaccionario.
El contador de centelleo líquido
Otro de mis errores de juventud era creer que el tiempo que nos ahorraban las máquinas lo podíamos dedicar a pensar más, para diseñar ese magnífico experimento y probar la teoría que nos llevaría a la gloria, y quien sabe si también a que la proclamásemos a los cuatro vientos dando una conferencia en Estocolmo mientras nos otorgaban el Nobel. Por eso la adquisición en el CIB de un contador de centelleo para medir la radiactividad de las muestras me entusiasmó. Se acababa el perder tanto tiempo con los viejos contadores de planchetas, un lento artilugio que utilizaba pequeños redondeles de aluminio con un reborde en los que se colocaba la muestra a medir y cuyos resultados se apuntaban luego en una hoja del diario de experimentos. El progreso se albergaba en las tripas del contador de centelleo, allí una cadena sin fin y una plataforma elevadora se podían programar para trasladar los viales al contador y dejarlos allí por un tiempo predeterminado trascurrido el cuál se imprimían en una hoja los resultados de un experimento. Una maravilla, porque además permitía discriminar las diversas radiaciones de varios isótopos con los que se podían marcar las muestras. Pero no, el tiempo que se ahorraba nunca sirvió para pensar más, sino para trabajar más y obtener más resultados, otro de mis mitos destrozado para siempre.
El edificio nuevo
Por todos los centros de investigación que he conocido se ha dicho siempre que es necesario trasladarse a un edificio nuevo. La verdad es que en los años setenta el CIB, además de lleno, no era muy adecuado como centro de investigación. A su peculiar diseño, fruto de un arquitecto que ejecutó grandiosas iglesias y otros edificios dignos del régimen, se unió la obsolescencia que pronto habitó algún que otro ratón. Debía ir a visitar a sus primos del rudimentario animalario o a admirar una fuente en el jardín sobre la que se habían colocado pequeñas esculturas de ratones de aluminio junto a unos chorritos de agua. De cucarachas no había escultura, pero eso no impidió sus asiduas visitas al edificio. El primer grupo que recuerdo que marchó a un edificio nuevo fue el Instituto de Enzimología fundado por Alberto Sols. Poco después se hicieron planes para otro edificio más asociados al retorno a España de Severo Ochoa. Ese Centro de Biología Molecular se hizo realidad casi una década más tarde en 1977, mi director de tesis no se integró en él y en consecuencia tampoco pude ir. Por entonces, tras haber escrito y defendido mi tesis en la que desmenuzaba el metabolismo de los hidratos de carbono en Pseudomonas, había pasado ya cuatro años de postdoctoral entre Salt Lake City y Edimburgo y en el centro habían ocurrido varios sucesos importantes. Uno fue una explosión de gas en el alcantarillado del barrio que conmovió los cimientos del centro y de todos los edificios de alrededor. El otro fué que Ana Obregón pasó como estudiante por uno de los grupos del CIB. Yo me perdí los dos.
ACLARACIONES
REFERENCIA
Vicente and J.L. Cánovas. 1973. Glucolysis in Pseudomonas putida: Physiological role of alternative routes from the analysis of defective mutants. J. Bacteriol. 116: 908-914. http://jb.asm.org/content/116/2/908.full.pdf+html
FIGURAS
Recuerdo 2: El Lejano Oeste
Recuerdo 3: El Castillo de Edimburgo